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sábado, 18 de diciembre de 2010

El miedo es necesario en educación

“Así es -Dijo Sancho- pero tiene el miedo muchos ojos, y ve las cosas debajo de tierra, cuanto más encima en el cielo”. Miguel De Cervantes Saavedra

Sé que he puesto un título provocativo  y que choca con la idea edulcorada de la psicomotricidad relacional, aun así voy a explicarlo.

El miedo conmueve con facilidad nuestro cuerpo y forma parte indispensable de la vida puesto que Vivir lleva ineludiblemente el temor a ser dañado o a perder la propia vida y esto suele suceder a no ser que se tenga dañada una parte del cerebro llamada amígdala y que parece especializada en procesar la emoción del miedo.

Desde que nace todo sistema vivo está expuesto a las contrariedades de la vida: desde infecciones o accidentes hasta ser depredados por los depredadores. Y cuando creamos un mundo de color de rosa para los niños y luego este no coincide con la realidad les dejamos desarmados e indefensos ante lo que más tarde o temprano se tendrán que enfrentar. Miedo y superación se conjugan para formar al ser humano.

Así que Educar no tiene que ver con crear una envoltura aislante que aísle de todos los peligros a nuestros hijos pues esto es imposible y una irresponsabilidad. Educar tiene más que ver con manejar el miedo. El sentir miedo no ha de entenderse como algo negativo pues sentir miedo significa que somos capaces de valorar el grado de peligrosidad de una acción. Y por lo tanto no hay que confundir la valentía con la temeridad. 

En una sala de psicomotridad, por ejemplo, podemos ver a niños que suben por las espalderas hasta lo más alto y otros que aterrados no son capaces de subir un peldaño: A veces por sus dificultades psicomotrices y otras por los miedos inducidos por los padres o maestros. Es importante que nuestros miedos como adultos no limiten el desarrollo bio-psico-social del niño. Lo nuestro es nuestro y lo del niño del niño.

En esta gran disparidad de conductas  con respecto al miedo vemos que todas las personas han de pasar por un aprendizaje y es que han de ajustar sus capacidades con el nivel de riesgo asumible para sus organismos.

Desde el nacimiento cada individuo tiene una resistencia al estrés y una respuesta distinta de alarma que altera a todo su organismo provocando unas consecuencias claras en su salud. Se sabe que el 15% de los niños es más miedoso que la media y son más reactivos a los estímulos por lo que tienen un umbral más bajo de activación del sistema de reacción al estrés.

Aquellos que gracias a la educación del miedo recibida pueden modificar en cierta manera esta predisposición biológica y no quedan ni en el exceso ni en el defecto de miedo o temor pueden tener una vida más plena y saludable ya que al relacionarse con su entorno y vivirlo en el ajuste puede limitar los riesgos que le rodean.

Digamos que aunque hay miedos innatos otros hay que aprenderlos y son propios de cada sociedad y cultura: no se pueden meter los dedos en el enchufe, no se puede cruzar la calle con el semáforo en rojo, no hay que irse con los extraños, hay que respetar a los mayores, etc.

Aquí, en lo social, es donde se ejerce el control de la educación. Cuando un niño pequeño cruza por primera vez una calle sin mirar sufre, dependiendo del padre, desde una regañina hasta un par de azotes.

Lo que se está haciendo en ese momento es inocular al niño con miedo. Es como vacunar para no sufrir una enfermedad, en este caso ser atropellado, pues en relación con el “castigo” la consecuencia del atropello puede ser trágica. Se opta entonces por inducir un miedo atenuado y asumible a la edad y características personales del niño (si es un padre o madre sensata y se ajusta sin hacer daño física o psicológicamente al niño), desde la reprimenda o el azote hasta la fórmula establecida para tal fin que es regular la conducta para conseguir beneficios en el futuro.

Es obvio que hablo de niños pequeños en los que pararse a hablarles desde el lado racional como si fueran adultos no tiene sentido pues lo que ellos captan sobre todo es nuestro lenguaje no verbal que apoya a nuestro discurso. Nosotros, en esas situaciones que nos han asustado, solemos dirigirnos con el discurso explicativo a los niños, sobre todo, para calmarnos a nosotros mismos. Pero recalco que ha de ser nuestro lenguaje no verbal el que transmita de forma clara y firme, y que no admita la discusión. Sí no hay cierta intensidad no sirve.

En estas edades la educación se gesta entre los no y los sí. Puesto que lo más importante no son las palabras sino lo que transmiten las miradas, la voz, la postura corporal: prohibición, aceptación, miedo, seguridad, calma, serenidad, autoridad, distancia, cercanía, acogimiento, afectividad, acompañamiento,…

Si somos capaces de hacerlo conjugaremos a la vez muchos significados en la trasmisión corporal comunicacional, como mínimo: prohibición de la conducta riesgosa, aceptación de lo ocurrido, calma y serenidad en la comunicación y autoridad, que es la facultad de mandar y hacerse obedecer.

Si falta la autoridad todo el andamiaje emocional se cae y hay un aprendizaje “callado”, que no se expresa formalmente, sino que se supone o sobreentiende y que marcará la relación futura entre el niño y sus padres, entre el niño y la sociedad.

Recalco que no hay que confundir la autoridad con hacer que los niños nos teman para que nos obedezcan puesto que la obediencia temerosa simula subordinación, lo mismo que el miedo a la policía simula honradez.

Cuando inoculamos un miedo excesivo o por el contrario el ejercer la autoridad es un problema para nosotros y le dejamos sin “miedo”, falla la “represión estructurante” y esto tendrá sus consecuencias futuras. Y a lo largo de su desarrollo, en el caso de no tener miedo a nada ni nadie como resultado es posible que entonces no responda a ninguna autoridad sea familiar o institucional o asuma conductas de alto riesgo.

La cosa se complica cuando como padre o educador uno actúa desde el querer anular todo riesgo asumible por el niño, comprometiendo el ejercicio de sus habilidades psicomotrices y la elaboración y afrontación de sus propios miedos. Se nos olvida que muchas veces los límites de nuestros hijos son nuestros propios límites y sus miedos los nuestros.

No quiero decir que esto siempre tenga que ocurrir porque en la vida nada está cerrado o abierto sino que fluctúa entre los límites de las posibilidades y las decisiones que tomamos y nos van encerrando en sus caminos. Pero hay miedos buenos y miedos malos. La ansiedad, por ejemplo, es el miedo a tener miedo y el miedo prolongado en el tiempo se puede transformar en tristeza y depresión. Otras formas patológicas son las fobias, los ataques de pánico, etc.

 Así que tampoco quiero decir que hay que asustar a los niños ni utilizar el miedo al rechazo, la sumisión o la agresividad psicológica ni nada por el estilo sino comprender que el miedo forma parte de la vida y del aprendizaje para vivir en sociedad.

El miedo tiene un sentido y es el de suspender cualquier actividad o deseo para afrontar un peligro por lo tanto no es un agresor externo sino un regulador interno y sin él no seríamos capaces de preveer  cosas que nos pueden hacer daño.

martes, 17 de marzo de 2009

La desnaturalización de la infancia


"Carecer de algunas de las cosas que uno desea es condición indispensable de la felicidad" (Bertrand Russell)

Uno que tiene ya unos cuantos años aunque sea joven puede comparar la infancia vivida con la infancia contada por nuestros padres y la vista hoy en día. Antes había bastantes familias con tres, cuatro, cinco hijos y hasta algunos más. En la actualidad por el cambio cultural y la situación económica el tener descendencia se reduce a uno o dos vástagos como mucho. Esta situación ya de por si crea muchas expectativas y atenciones sobre el hijo que tenemos y no dudamos en rodearle con todas las comodidades de las que dispone hoy en día la sociedad.

Yo quiero hacer un llamamiento a la necesidad de tiempo para los más pequeños. En mi humilde opinión lo que ellos necesitan para vivir bien es tiempo en cantidad y en calidad. Necesitan que nos relacionemos con ellos: juego, risas, caricias, escucha,…

En los nuevos tiempos con el reparto del trabajo entre los integrantes de la pareja se ha producido un nuevo hecho social que se trata de solucionar y es el de cómo educar al niño y atenderle cuando dos tienen que trabajar para sostener la economía familiar y realizarse profesionalmente.

La solución buscada, quizás la única que nos ha dejado la sociedad consumista, ha sido externalizar también el cuidado infantil. Ya que ni el padre ni la madre están constantemente disponibles hay que buscar instituciones que nos ayuden en esta tarea.

La primera institución en la que nos apoyamos es la familia: abuelos, tíos, hermanos, primos, etc. Lo que pasa es que no todo el mundo dispone de este colchón de apoyo familiar o estos también tienen los mismos u otros problemas por lo que sobrecargamos nuestra red de amable colaboración.

Es por esto que nace otra solución que son las guarderías y cuidadores profesionales. En este momento creo que pasamos a otro nivel pues es ya una relación mercantilizada. Una especie de subcontrata para el cuidado infantil. Entonces unos profesionales con diversas titulaciones y estudios se encargan de cuidar a nuestros hijos por dinero. En prácticamente todos los casos con diligencia y entendiendo las etapas evolutivas y necesidades teóricas de los niños. ¿Pero es esto suficiente?

En edades muy tempranas el problema es que la educación y el estar con nuestros hijos se va diluyendo entre nuestra actuación y la de los profesionales. Recordemos que la mayoría de estos centros no cuidan en exclusividad de nuestro hijo como si fueran su madre o padre sino más bien tienen que repartir su atención entre todos los niños que tienen a su cuidado. Niños además con gran diversidad de necesidades. Algunos de ellos con apego inseguro o con diversos problemas médicos o conductuales. Problemas que cada vez aumentan más debido a que la medicina ahora es capaz de sacar adelante a niños muy prematuros y con ciertas patologías. Patologías que tristemente se harán patentes en los próximos años.

Otro de los cambios sociológicos que creo que se ha trasladado como problema a los maestros es que ante una situación de continua demanda de las empresas a los padres de profesionalidad, entrega y dedicación es posible que se vaya llevando esa conciencia profesional al trato con los hijos. Entonces buscamos esa eficiencia metódica en los resultados y el niño ha de cumplir objetivos, etapas y competencias: planificamos la guardería, los métodos de enseñanza, las actividades a realizar,...

Pero hay algo en todo ello que a mi entender falla. ¿Dónde está el niño? ¿Qué siente? ¿Dónde se sitúan los padres con respecto a él? Es posible que aparezca en algunos casos esa mentalidad en la que nos excusábamos antes los hombres de que al traer el dinero a casa ya pensábamos que nos estábamos ocupando de nuestros hijos y de nuestra familia.

Por eso ahora desde algunos padres la responsabilidad se traslada al profesional y a las instituciones públicas. Es un reproche duro porque los problemas del niño se viven como un fracaso y un ataque a sus esfuerzos por hacer lo mejor para sus hijos. Desde ese enfado nos dicen: "vosotros tenéis que ocuparos de mi hijo porque para eso estáis, yo no puedo hacer más". Es un yo trabajo duramente para pagar la educación de mi hijo y si algo falla no puede ser posible, la culpa es vuestra o de otros, porque está en manos de profesionales con conocimientos de psicología, magisterio, estimulación temprana, y de todo tipo de psicopedagogías.

Creo que en esta vorágine, por el camino se queda lo verdaderamente importante y que la economía actual nos ha robado que es compartir el tiempo con nuestros niños y que ellos además tengan los espacios para jugar, saltar, brincar, compartir, sentir y conocer. En esto poco nos ayudan los diseños de las ciudades, más pensados en una funcionalidad alejada de las necesidades infantiles. Por este motivo uno ve los centros comerciales abarrotados de familias y haciendo cola en esos espacios llenos de bolas, tubos y plataformas por donde entran y salen en una autentica maraña niños sin ton ni son.

¿Dónde quedan la tranquilidad o la algarabía en los espacios libres? ¿El sentir el tacto del césped, los árboles, la textura de la arena, la dureza de las piedras, el agua de los ríos? ¿Dónde están todas esas sensaciones necesarias para estimular la integración sensorial del niño?

Desde mi punto de vista los niños deberían crecer acompañándonos, viendo lo que hacemos y como lo hacemos, viviendo todo aquello que más adelante les hará introducirse óptimamente en nuestra cultura. Por el contrario pienso que estamos creando un mundo en el que los niños están en un mundo aparte. Un mundo creado para ellos pero sin tenerlos en cuenta en todas sus dimensiones. La mayor parte del tiempo están inmersos y encerrados en habitaciones y aulas, rodeados de artilugios electrónicos, sean videoconsolas, televisiones con dibujos animados o cedés de baby Einstein.

Por si fuera poco mientras crecen se les sustraen sus obligaciones y tan solo se piensa en que disfruten de la vida. Hemos sacralizado la infancia y al niño y con ello lo hemos puesto en un pedestal alejado de toda incomodidad y frustración. Detrás de todo esto está el miedo, el miedo de una sociedad a la vida y a la muerte. Miedo a que nuestros niños tengan problemas, miedo a que no sean tan listos, miedo a que sean atropellados, miedo a que los rapten, miedo a que enfermen, miedo a nosotros mismos, miedo...

Y en ese exceso de preocupación no hay una verdadera ocupación de sus vidas en nuestras vidas sino una desnaturalización de su infancia.

No quiero culpabilizar a los padres, el sistema nos empuja en este camino pero creo que estamos en una crisis no solo económica sino a su vez una crisis educativa enorme. Todo está relacionado y lo mismo que las hipotecas de alto riesgo destaparon la crisis mundial, la educación tecnificada y delegada en otros desde los cero años nos arroja a un nuevo desequilibrio.

Hemos de reflexionar que estamos haciendo con nuestra vida, con nuestros niños y con la educación de cero a seis años.